9 de febrero de 2013

Sonata de otoño. Bergman.

En la película de Bergman, se describe como en una novela psicológica y con exquisita sensibilidad los sentimientos y reacciones en la vida de las protagonistas. La relación madre e hija, asfixiada y tensa, sedienta de reproches del pasado es el centro del filme. El despliegue de palabras del guión es delicado y perfeccionista, con una soberbia honestidad a la hora de expresar qué ocurre en el interior del ser humano.

Sin un gran despliegue de calidez visual, pero sin resultar fría y muerta, la historia resulta progresivamente intrigante; los personajes parecen muy amables y, conforme empiezan a sincerarse ante el espectador, uno redescubre al ser humano, con sus sentimientos (sin resultar empalagosos), con sus miedos (sin abusar de ellos) y situaciones propias de vidas corrientes, duras e increíbles pero al mismo tiempo reales, que se muestran con una especial naturalidad, tratadas con notable maestría. No son confesiones artificiales, algo que resulta complicado de obtener. Aunque no me llamó la atención el trabajo de la actriz -sin ningún parentesco con el director- en la vieja ‘Casablanca’ (1940, Michael Curtiz), me ha parecido muy poderosa su presencia en pantalla, en parte justificada por su papel de diva y pianista mundial y en parte por esa grandeza frente a la cámara que solo las actrices más excepcionales poseen. Liv Ullmann también resulta muy a la altura de esta sencilla pero detallada película. Es una obra que exige algo del público, sobretodo una compresión muy interesante que enriquece. Todavía no he estudiado al fascinante Bergman, pero estamos en ello, es el cómo y no el qué.

Cuando no puedo dormir por la noche, me pregunto si he vivido de verdad. También me pregunto si será lo mismo para todo el mundo o si hay personas que tienen más talento que otras para vivir, o es que hay personas que no viven nunca y solo existen.

7 de febrero de 2013

Fumarse un puro o perder la dignidad

Cuando uno se da cuenta de que lo realmente importante para él son menudencias y detalles nimios, cambian muchas cosas. Una humilde ilustración es coger el autobús: ves como a lo lejos, el autobús, el tuyo, el que te lleva a casa, se acerca a la parada en la que no estás tú. Entonces un repentino ataque de prisa te sacude por entero: el mero pensamiento de perder el autobús. Y la primera vez -y tal vez tampoco las doscientas siguientes- no te planteas las tres opciones a las que te expone esa situación: primero y la más habitual, perder la dignidad corriendo como alma que lleva el diablo a por el bus, muriendo en el esfuerzo desesperado por no retrasarse unos minutos esperando en la parada; segundo: dejar escapar el autobús y así conservar orgullosamente la dignidad; o el último y desafortunado caso de perder las dos cosas: que es cuando tu sudorosa cara, ve como, tras el esfuerzo, se marcha el autobús con tu dignidad.

No tiene demasiado que ver, pero tal vez cansado de esas innumerables pérdidas, te preguntes ¿porqué hago las cosas?, y es realmente una de las preguntas más fascinantes que un ciudadano de este mundo, de nuestra especie, se puede hacer. Además, lo más relevante no es que hagas las cosas bien o mal,  o que merezcan la pena, o que dejes de hacerlas, sino que seas consciente -y por tanto aceptes- el motivo de tus acciones; es muy posible que lo que andes buscando con esos ‘esfuerzos heróicos’ sea algo que no merezca la pena, o que tus motivos sean nefastos o ridículos, pero ahora ya lo sabes, aunque te equivoques, que al menos no estás en paradero desconocido. Es un gran momento: ahora sabes que eres un idiota pero por eso una pequeña parte de ti ha dejado de serlo.

En el caso del autobús, -puede que no te lo hubieras planteado hasta ahora, querido lector- perder la dignidad por algo tan pequeño como un autobús es penoso, así como por otros minúsculos resultados que te agobian, convierten tu existencia en un reloj frenético y agotador con un tic-tac sonoro y molesto que no te deja apreciar las hermosas dimensiones que tiene la vida cuando en lugar de, presa del pánico, ‘perder la dignidad’, te fumas un puro a su salud. Sí, te fumas un puro y ves como se larga cargado de pasajeros que se lo pierden. Siempre hay gente que tiene preocupaciones más intensas, mayores responsabilidades y sufrimientos más poderosos que las tonterías que acaban con tu poesía existencial. No eres alguien importante, asúmelo.

Los mil millones de temas de siempre que te hartan -tampoco tienen mucho que ver-, ese nuevo obstáculo para la tranquilidad absoluta, el  impedimento del gozo… fúmate un puro y disfruta con ello: “la vida es demasiado importante como para tomársela en serio” (Wilde) o si te gusta más “la vida es demasiado corta para tomársela en serio” (Groucho Marx) los grandes nos avalan, ¿vas a ser destrozado por mosquitos? Ahoga tu ambición, calma tu ansiedad, sé inteligente: confórmate, disfruta con lo que tienes, hazte el tonto. 

Las prisas que asesinan a tantas personas cada año se pueden evitar. Tu ocupada vida y tu apretada agenda son una mentira. Uno tiene tiempo para lo que quiere y esto se demuestra con un sencillo análisis que no voy a realizar. Por eso no soporto a los insignificantes que se dan importancia diciendo que no tienen tiempo: tienen todo el tiempo del mundo. La gente se empeña en ahorrar mucho tiempo, en ‘optimizar’ las acciones, en llegar antes, en liquidar el asunto… y se equivocan. Al final llegan a una avanzada edad en la que se dan cuenta de que han pedido el tiempo intentando ahorrarlo, porque como alguien dijo: ‘la vida es aquello que pasa mientras estás ocupado haciendo planes’.

Finalmente uno se da cuenta de que lo que parecía significativo no lo es, y lo que se presentaba como insignificante es lo solemnemente importante. La poesía es lo importante, la actitud, los deseos, el pensamiento. Los resultados, las estadístisticas, la conducta pragmática, el utilitarismo es lo que nos ocupa y vulgarmente mata nuestro tiempo. Dedica tiempo a lo ‘verdaderamente importante’ que tal vez parece más inútil, más humilde, pero en realidad sublime y que es lo auténtico de la existencia. Sino aprovechas una oportunidad, disfruta mientras la dejas pasar y te brinda otras diferentes. Así que cuando a lo lejos vuelvas a ver el autobús, piénsalo una vez más: fumarse un puro o perder la dignidad.

1 de febrero de 2013

El ojo de buey, un detalle rescatado por Des Esseintes

Hay detalles realmente fascinantes en las leyendas posiblemente ciertos o no, pero eso no importa. Son detalles que crean la magia de este mundo, flores que susurran una palabra antes de marchitarse, seres que se convierten en piedra con el primer rayo de sol. En fin, entre el amplio y exquisito museo de pensamiento y arte de ‘À Rebours’ entre sus múltiples comentarios, hay uno que me da vueltas en la cabeza, y toda búsqueda al respecto hasta el momento ha sido en vano. El hecho de pensar que los ojos de ciertos animales imprimen en sus pupilas la imagen de lo que estaban observando mientras se les escapaba la vida, es sin duda una idea sublime, palpa algo macabro pero misterioso y poético al mismo tiempo. Si sabe algo, querido lector, de tan seductor elemento, serán bienvenidos sus conocimientos. Aquí copio la referencia de Des Esseintes:

«Publicada en 1867, en la Revue des  Lettres et des Arts, esta Claire Lenoir iniciaba un conjunto de relatos agrupados bajo el título genérico de Histoires moroses. Sobre un fondo de oscuras especulaciones tomadas del viejo Hegel, se movían unos personajes destartalados, un tal doctor Tribulat Bonhomet, solemne y pueril, una tal Claire Lenoir, ocurrente y siniestra, con gafas azules, abultadas y redondas como monedas de cien céntimos, que cubrían sus ojos casi ciegos.

Este relato narraba un simple adulterio, pero se cerraba con una escena de un indescriptible terror, cuando Bonhomet, desplegando las pupilas de Claire en su lecho de muerte, e introduciendo en ellas monstruosas sondas, podía percibir con claridad, reflejada en ellas, la escena del marido blandiendo en sus brazos la cabeza cortada del amante, y vociferando, como un kanaka, un canto de guerra.

Basado en una observación más o menos cierta según la cual, los ojos de ciertos animales, como los bueyes, por ejemplo, conservan, hasta el momento de su descomposición, del mismo modo que las placas fotográficas, la imagen de los seres y de las cosas situadas bajo el alcance de de su última mirada, cuando estaban expirando, este cuento se situaba evidentemente en la línea de los de Edgar Poe, del que tomaba la minuciosidad puntillosa en la manera de tratar el asunto y el aspecto de terror.»

A Contrapelo, Joris-Karl Huysmans.

Cátedra, 2000.