Segundo libro que leo de Ginzburg,
dando círculos concéntricos alrededor de su ‘Léxico Familiar’.
Lo que me gusta de esta escritora es sus frases sin pretensiones que
cuando te das cuenta han conseguido algo y notas que ese algo, es la
verdad. Los primeros ensayo-relatos parecen más localizados
autobiográficamente y los segundos son más temáticos pero también
narrados desde la intimidad. Lo que cuenta no se sale de la norma, no
impresiona, no innova, pero es real, es una persona como tú, que te
da acceso a sus pensamientos pero que los comparte con naturalidad.
Cuenta con sentido del humor de gran humanidad (p.e., en ‘Los
Zapatos Rojos’: Mi madre me cuidará, me impedirá usar
alfileres en vez de botones y escribir hasta las tantas de la noche.
Y yo, a mi vez, cuidaré a mis hijos, venciendo la tentación de
mandarlo todo a freír espárragos.). Por fin llegan los platos
fuertes que más me han conquistado (aunque equivaldrían a una
sencilla tortilla francesa espectacular sin reinvenciones como digo):
Mi Oficio. Donde habla de cómo se puso a escribir. Ahora que no
tengo tanto tiempo para leer o escribir (y es solo el principio) me
llega este párrafo, que (!) se adelanta a todo:
Y,
luego, me nacieron hijos, y, al principio, cuando eran muy pequeños,
no lograba comprender cómo se podía hacer para escribir teniendo
hijos. No comprendía cómo podría separarme de ellos para seguir a
un personaje dentro de un cuento. Había empezado a despreciar mi
oficio. De vez en cuando sentía una desesperada nostalgia de él, me
sentía exiliada, pero me esforzaba por despreciarlo y ridiculizarlo
para ocuparme sólo de los niños.
Creía
que era esto lo que debía hacer. Me preocupaba de la papilla de
arroz, de la papilla de cebada, de si había o no había sol, de si
hacía o no hacía viento para llevar a los niños de paseo. Los
niños me parecían demasiado importantes para que una se pudiera
perder detrás de estúpidas historias, de estúpidos personajes
embalsamados. Pero sentía una feroz nostalgia y algunas veces, de
noche, casi lloraba recordando lo bonito que era mi oficio. Pensaba
que volvería a él algún día, pero no sabía cuándo; pensaba que
tendría que esperar a que mis hijos llegaran a hombres y se
separaran de mí. Porque el que tenía entonces por mis hijos era un
sentimiento que aún no había aprendido a dominar. Pero luego lo
aprendí poco a poco. Y no tardé tanto como creía. Todavía
preparaba el zumo de tomate y la sémola, pero mientras pensaba en
las cosas que iba a escribir.
En
las relaciones humanas seguimos a un alter ego plural en el paradigma
entre los ‘populares’ y la verdadera amistad, donde me lo he
pasado muy bien:
¿Cómo
nos ha tocado semejante felicidad? ¿Cómo hemos conquistado a este
compañero tan soberbio con todos, tan difícil de llegar a él?
Ahora se mueve entre las paredes de nuestro cuarto derramando junto a
nosotros su cabellera leonada, tendiendo ante los conocidos objetos
de nuestro cuarto su perfil afilado, sembrado de pecas rosadas; y a
nosotros nos parece que un raro animal de los trópicos,
milagrosamente domesticado, ha venido a nuestro cuarto. Se pasea por
nuestro cuarto, pregunta la procedencia de los objetos, nos pide
prestado algún libro, merienda con nosotros, escupe con nosotros los
huesos de las ciruelas desde la terraza.
Y así con otros ensayos como el que da el título al libro. Qué
bien me caes Natalia. Seguiremos con Léxico Familiar, Todos Nuestros
Ayeres y Querido Miguel.
‘Las pequeñas virtudes’, Natalia Ginzburg. Trad. Celia
Filipetto. Acantilado, 2022.