29 de noviembre de 2012

El arte de hacer una sola cosa


 

Dejando a un lado la obligatoriedad de que el cuerpo por sí solo y despreocupadamente sea capaz de hacer varias funciones al mismo tiempo, pocas cosas tienen la suerte de concentrar toda  nuestra atención. Como si no existieran actividades que lo merezcan, como si no fueran tan importantes como para dejar los demás asuntos y empeñarnos de lleno en este. Realmente de forma inconsciente pensamos que ahorramos tiempo, que tampoco es necesario dejar el resto a un lado. Es una desgracia: mutilamos la riqueza de ciertas acciones, y no nos hacen todo el bien -o mal- que deberían, no son efectivas (en un mundo donde la eficacia y la efectividad son casi virtudes).  Pero parece que no perdemos nada, que avanzamos y en el fondo despreciamos placeres sublimes que degradamos a mero entretenimiento, cuando deberían ser ardientes pasiones. Uno de los principales asesinos es el cerebro.

El cerebro tiene un poderío asombroso. Con él, sencillamente, puedes estar en cualquier parte, pero esto tiene sentido cuando estás encerrado en el ascensor, o evidentemente cuando lo estás utilizando, en otras ocasiones estorba. Estorba porque se pierde la capacidad de contemplar, de admirar, una de las actividades más placenteras en peligro de extinción. En muchas ocasiones el cerebro impide el ingenuo ‘dejarse llevar’, viendo una película, leyendo un libro, o simplemente observando una escena. La mente llena de preocupaciones, prejuicios e inmediateces absurdas, siempre analizando no deja disfrutar al estresado espectador. No digo que nos convirtamos en animales irracionales, sino que por un momento dejemos que las cosas ocurran como si se tratara de la primera vez, como sino supiéramos qué va a pasar, como si no hubiera otra cosa en el mundo, sin juzgar, sin predecir, deleitándonos con cada detalle ahora novedoso para nuestro cerebro apagado.

Quizá este primer enemigo de la concentración sea más difícil de gobernar, tal vez indomable, pero eso se lo perdono querido lector, porque sí hay algo evitable y que sí es imperdonable. Cuando se trata de arte, hacer dos cosas a la vez es pecado. ¿Cuánto tiempo hace que no escucha música de verdad, sin hacer otra cosa, sin ir a ningún sitio, sin leer…? La música ha sido una de las grandes damnificadas de entre las artes: ya nadie tiene a la música por un plato fuerte, sino solo como acompañamiento, como guarnición. Entiendo que hay música que no merece toda nuestra atención, y también que muchas actividades se convierten en excelentes, acompañadas de música, pero ahora estamos en el punto de despreciarla. Hay que dejarse llevar, cerrar los ojos y notar cada vibración, cada nota, y sentir todo el poder y significado. Así no se aborrece la música. Y además la esclavizamos abusando tantas veces de la misma pieza, como de una bailarina a la que hacemos bailar sin descanso hasta la muerte y a la que no le dedicamos toda la atención que merece.

Pero no me refiero únicamente a actividades tan sofisticadas y refinadas como el arte de escuchar música. Podríamos ir a un plano más insignificante y también despreciado como el arte de no hacer nada, de simplemente dejar nuestros sentidos encendidos y apreciar un instante de la existencia con todo su valor y expresión. O hablar con alguien sin que la televisión me robe un ápice de atención. O de ver cine y no tocar el teléfono, o parar cien veces la película por múltiples motivos. ¿Cuántas personas notan que concentramos toda nuestra atención en ellas como si no hubiera otra cosa en el universo? Hay mil cosas, que infravaloramos, la magia está ahí y no la vemos porque tenemos ‘tantos’ quehaceres, que no disfrutamos de uno solo. Vamos con una extraña prisa que no nos permite contemplar o asombrarnos, y en realidad no es tan fructífera la vida que llevamos, ni tan importantes esos menesteres. Estamos ante algo grande y no lo reconocemos porque vibra el móvil en el bolsillo, hago otras cosas al mismo tiempo o sencillamente he perdido la capacidad de dedicar mi tiempo con toda su plenitud.

No sé como explicar este asunto pero cuando me pregunto porqué hago las cosas, me doy cuenta de que muchas no merecen mi atención, y tantas otras más preciosas se ven privadas de ella. Solo unos pocos privilegiados disfrutan del arte de hacer una sola cosa.

27 de noviembre de 2012

Sobre las primeras veces, las segundas y acostumbrarse

Hay algo en el hombre que resulta ser odioso, pero que está en nuestra naturaleza: el hombre se acostumbra a todo. Sí, por muy novedosa que llegue a ser la circunstancia, al final, uno se adapta, pierde toda la sensación de estar en una situación diferente, se acostumbra. Podríamos ver consecuencias positivas de esta característica, como la capacidad de supervivencia, que puede ajustarse a condiciones físicas o emocionales extremas, lo que no lo excluye de ser destrozado de por vida aunque consiga soportarlas. Desde desayunar presa ibérica todos los días, hasta asesinar y convertirse en un sádico asesino en serie que se habitúa al cruel derramamiento de sangre. Sin embargo no deja de ser una cosa curiosa, el hombre es capaz de cualquier cosa y luego acostumbrarse a ella.

Es una pérdida de la sensibilidad, y esta se conserva considerando cada acción -aunque repetitiva- singular. Apreciando cada detalle, cada tecla que despierta una actitud. Cuando se pierde esta verdadera consciencia de lo que se está haciendo creo que en la mayoría de los casos -quizá restando los de supervivencia, pues habrá de soportarlos- el ser humano sale perdiendo. Si se trata de brutalidades, fácilmente se convierte en una bestia, e incluso fácilmente considerará leve el asunto amparándose en la cantidad de veces que lo  ha perpetrado. Si se trata de algo trascendente y valioso, algo sublime e importante, tal vez corra el riesgo de tratarlo con irreverencia, de no entonar la veneración que merece y lo banaliza; a pesar de que posiblemente lo idolatrara en sus manos la primera vez como algo majestuoso.  Pero afortunadamente el hombre es capaz de cualquier cosa, de lo mejor y de lo peor, de pasar de un extremo a otro, y esto es  grandioso y magnífico.

Pero no es mi intención reparar en esta capacidad infinita de lo mejor y de lo peor -muy observado en las obras de Shakespeare- . Por un lado uno desea saber y conocer el mundo que lo rodea, para ser un entendido, para satisfacer esas ansias de llenar el alma de conocimiento. Pero por otro lado está la perspectiva del todavía ignorante e inexperto en infinidad de cosas -que aquí es dónde nos encontramos todos realmente, pues ¿qué sabemos en verdad?- que es sencillamente muy prometedora. Pues -por ejemplo- las obras maestras del cine que desconoce, las nuevas voces de la música que no han deleitado sus oídos todavía, las almas de las personas a las que aún no conoce profundamente, están por descubrir, esperan una ‘intensa primera vez’.

Y es que hay pocas cosas tan intensas como las primeras veces. Lo novedoso atropella al novato y no sabe cómo responder, solo se ve envuelto en una terrible situación que ahoga a todos sus sentidos y no sabe muy bien qué está pasando, pero en la sorpresa está la ventaja. Experimenta algo nuevo y sufre incluso una fiebre extraña, un hormigueo esencial, un poderoso placer en el descubrimiento y no es capaz de hacerse cargo de la situación, es esclavo de una sensación nueva. Realmente fascinante.

Muchas veces podríamos pensar en las infinitas posibilidades que desconocemos y que están por deleitarnos. Sin embargo ahí no acaba todo. A partir de la primera vez, uno es más dueño de sí mismo, es capaz de analizar y deducir que es lo que le ha provocado tanto placer, qué es lo que lo ha seducido y sorprendido tanto y es capaz de disfrutar y maravillarse más si cabe. Ya no es esclavo del momento, pero conoce mejor el misterio -no al completo por supuesto-, uno no es tan víctima como juez en las segundas y siguientes veces hasta el desgraciado acostumbramiento.

En definitiva, sabiendo esto sabemos que aún nos esperan grandes secretos por descubrir que es la especialidad del ignorante sediento de saber y experiencia, y por otro lado hay una infinitud de fantásticos detalles que despreciamos cada día y vemos tan ordinarios como la lluvia, pero que en realidad son increíbles, como lo es que caiga agua del cielo. Los pequeños detalles y matices salpican nuestra ‘monótona’ vida, y ciegos somos que no los vemos.

14 de noviembre de 2012

Cosas odiosas de actualidad

Hasta ahora he intentado evitar ciertos temas porque me tienen harto y me sacan de quicio. Pero hoy no me puedo reprimir, tengo una buena lista de cosas desordenadas sobre política y el mundo que necesito poner por escrito, aquí reflejo algunas de ellas. No soy partidario ni de las huelgas, ni de las manifestaciones. En primer lugar por una pereza física a ir por las calles y ‘defender’ algunas ideas, no me muevo un centímetro por ninguna organización que no me ha dedicado ni un segundo y a la que solo sirvo para financiar sus intereses. Una masa es tan manipulable que después de manifestarte o protestar de buena fe, resulta que eres un ‘perroflauta’ (palabra odiosa y patética muy utilizada para definir eventos como el 15-m), o un anarquista drogadicto o lo que interese a los medios de comunicación calificar. Por otro lado, siendo prácticos -en estos temas hay que serlo en cierta medida- no se consigue absolutamente nada, ya que una manifestación o una protesta está muy lejos de una verdadera revolución. Tan solo se utiliza para dar material de distracción a los medios, para que la gente se libre ligeramente de su insatisfacción, y para llenar el recuerdo de anécdotas absurdas más importantes que la causa que se defendía.

Esto está totalmente controlado, sino hemos explotado todavía es porque no conviene. El estado de bienestar se ha dedicado -entre otras cosas- a hacer desaparecer a las personas que no tienen nada que perder. ¿Dónde está la gente que lo ha perdido todo? Sí lo hubiera perdido todo, me dirigía a quemar parlamentos y coches oficiales, pero hoy no pasa nada de eso: han desaparecido ‘los que no tienen nada que perder’. Mientras no me quiten mi iPad, no me moveré un dedo por nadie. Mientras pueda seguir dedicándome a mí, y pueda salir los jueves y los viernes haré como que me intereso: pero el resto del mundo me importa un comino. Y si algún día como hoy decido salir a la calle, será para calmarme, pelearme un poco con la policía y volver a casa pensando que estoy cambiando el mundo. Todos los días muere gente, y millones de personas lo pasan muy mal a mi alrededor: pero no me importa, porque lo más importante es lo que yo pienso, lo que siento, si estoy de bajón…

Pero yo no tengo la culpa es el mundo que me ha tocado vivir. Y si me manipulan no es culpa mía. Y si destruyen mi pensamiento critico y lo cambian por sentimentalismo; o la sociedad me trata como un niño de 10 años; o si la moda es ser necio, vulgar y estúpido; o si dedico millones de horas a hacer el imbécil y digo que no tengo tiempo; o si me esfuerzo por tragarme las soluciones y problemas que se inventan los poderosos convirtiéndome en el cóctel basura ignorancia-mediocridad; soy idiota. Sí, podría ser mejor pero no trato de serlo. A partir de ahí así funcionan las cosas. Me quejo de la corrupción pero el problema es que si yo estuviera allí arriba haría lo mismo. Me quejo de la televisión pero me trago 200 horas al mes. Todo me parece muy mal pero no tengo espíritu crítico. Juzgo a todos de manera absoluta, cuando en cualquier momento puedo bañarme en mi propia miseria humana. Y para colmo no tengo amigos de verdad, no me intereso por ellos, no me importan, solo los utilizo para mi narcisismo particular; soy un egoísta, pero ¿qué más da? El mundo gira en torno a mí y mis ambiciones, que están ahogadas en vanidad, sexo, lujo. Y si esto no me sorprende, tampoco lo hace el saber que la primera causa de muerte no natural en este país es el suicidio. Y no me pregunto porqué. No sé lo que es verdaderamente valioso, no sé porqué estoy aquí, no me preocupo de lo realmente importante, me preocupo de mi examen y de si ‘me quiere’, cuando tal vez mi vida acabe trágicamente mañana.

Me involucro un poco y discuto en temas de política. Pero soy idiota porque la palabra democracia no existe, aquí el poder no reside en el pueblo y sería un iluso y un idiota el que le diera el poder a un pueblo tan vulgar. Y las elecciones son una parafernalia odiosa. El mundo está controlado por las empresas y por unos ‘pocos’ del tipo club Bilderberg y otros mafiosos. Los muy inteligentes en vez de hacer una dictadura oficial, nos tienen esclavizados de otras mil maneras. Gastamos mucho dinero en tecnología para que nos controlen, vemos sus programas de televisión, leemos y escuchamos las quinientas mentiras que dicen por minuto. Pero nos fijamos en el nuevo vestido de Lady Gaga o en si el Real Madrid va primero en la liga. Luego están lo que intentan enterarse y se quejan de nuevas leyes, leyes injustas, o procedimientos partidistas que no tienen ninguna importancia, solo existen para distraer a las cabecitas ansiosas de discutir sobre el falso, hipócrita e irreal universo en el que se creen que viven. Y si los Estados Unidos entran en Irak porque dicen que amenazan con bombas nucleares, me da igual si luego no las tienen cuando USA es el único que ha tirado dos bombas atómicas, o no me pregunto porque ellos tienen que controlar y al mismo tiempo poseer tales armas de destrucción masiva, porque se trata de los ‘buenos’ y salvarán el mundo. Cuantas mentiras nos tendremos que tragar todavía.

Despierta, sé feliz, pero que no te engañen, que no te esclavicen, que no te destruyan. Echo de menos la autenticidad. Solo necesitaba escupir está caótica y odiosa bola de pelo. Esto es solo una parte del lado oscuro, pero no ignoro que hay cosas realmente valiosas y hermosas que te cambian la vida. “La belleza salvará al mundo” (Dostoievski). Andrés Ibañez escribía algo muy interesante en su columna que me encantó. Es un tipo que me han descubierto, tiene algunas ideas muy interesantes:

Hay algo que podemos hacer, aparte de colgar vídeos en YouTube diciendo lo que pensamos o informando de lo que conocemos. Podemos ser personas. Podemos cultivar la emoción, la amistad, las relaciones directas con los demás, todo lo que nos causa placer y nos hace felices.

Podemos escribir poemas, leer poesía, leer a nuestros autores favoritos aunque leer novelas de mil páginas nos cause un vértigo de tiempo al que estamos cada vez menos acostumbrados; podemos oír música sabiendo que oír música quiere decir hacer música y transformarse en música, ejercitar el músculo del alma, alimentar ese fuego espiritual en el que arde el yo. Podemos poner límites a la estúpida revolución digital, hablar con nuestros amigos y con nuestros hijos, sentir el agua, la tierra, el viento y la lluvia.

No sé cómo explicarlo, pero sé que cultivar la belleza, el placer y la felicidad va en contra del ataque que estamos sufriendo. Cante, medite, dedique todo el tiempo que pueda a usted mismo. Investigue en la felicidad. Practique la meditación que viene de Oriente y la vía de la melancolía que nos ha legado Occidente. Intente sentir que está vivo.

No siga las tendencias, no obedezca. Haga lo que le da la gana. Pierda el tiempo. Robe tiempo para sí mismo. Hable desde el corazón. Llore si es necesario. Haga lo necesario para sentirse vivo.

Tenga la convicción de que lo que nos hace más débiles y vulnerables es también lo que nos hace más fuertes, y que esa llama que arde en el yo, eso que nos han dicho tantas veces que es algo pueril o “romántico” o irresponsable, debe ser algo infinitamente valioso cuando las fuerzas oscuras que nos atacan ponen tanta, tanta saña en destruirla.

Andrés Ibañez, Comunicados de la tortuga celeste. ‘Sentirse vivo’.