Por el paseo marítimo no había nadie. El mar seguía a su bola y el sol daba fuerte, me picaba todo. Cerré los ojos. Y así fue como se me apareció un señor. Iba vestido de traje, parecía hecho a medida según mis cálculos prepúberes y tenía un bigote parecido al de mi tía abuela. Estaba sentado en una mesa de despacho, fumando un puro mientras escribía algo al lado de una pila de papeles. Parecía no darse cuenta de que estaba allí. Detrás tenía un póster de Hannah Montana y otro de los Power Rangers.
—¿Problemas con un hermano?—dijo.
—¡Sí!—contesté yo.
—Tengo algo que te puede interesar—y me lanzó un cuadernillo grapado que pude atrapar al vuelo.
Y así fue como vi la solución a mis problemas. Incluía todo. Estaba el fuego infernal y también esa cosa repugnante que se comería en su lujosa casa estilo renal.
—Es perfecto, ¿qué tengo que hacer?—dije, como si lo hubiera hecho cientos de veces.
Cuando abrí los ojos estaba sentada en un banco del parque del Retiro. Y no sé por qué, pero me oí decir:
—¡Bernardo!
Y dicha llamada fue respondida por un caniche toy precioso que vino a buscar una chuche y se la dí, porque tenía chuches. Comprobé mi bolso. Había unas llaves, una cartera, un folleto de descuentos del Burguer King y lo que parecía una especie de mini televisor de alta resolución en una funda muy mona. Hacía un día soleado y los ciclistas pasaban por delante sin cuidado ninguno. Mis manos parecían las de una mujer fuerte e independiente que respeta el orden social y la paz.
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