6 de febrero de 2023

Coca-Cola Zero

Eres una clienta estupenda esperando para pedir una coca-cola en el vagón cafetería de un tren a Castellón. Delante de ti, el dependiente está atendiendo a dos machos alfa. Uno lleva remetido en unos vaqueros un polo ajustado que parece pintado en la cumbre de una montaña de 102 kilos de carne musculosa y autoconsciente que ha sido bronceada centímetro a centímetro con un flexo solar del tamaño de una onza de chocolate Nestlé extrafino. El otro tiene una risa que termina muda, pero que tiene que reafirmar con palmaditas en compases de cuatro por cuatro sobre su muslo, enfundado en otros vaqueros, comprados en la misma tienda outlet cuyo ambientador siempre es Old Spice. Los tres hablan en un lenguaje extraño, similar a tu lengua materna pero con una hipótesis base desconocida, la página arrancada de una novela de testosterona juvenil donde viene toda la explicación y que bien podría ser un resumen de la obra que sumara un punto extra en la asignatura de lengua mandril. Es parecido al código cuñado, pero se trata de un dialecto que se perpetúa en círculos sociales a los que no perteneces.
Llevas esperando en escucha activa 22 minutos. El dependiente te mira. Les mira. Se da cuenta. Oh, es tu turno. Claro, por supuesto. Te acercas con elegancia, te han nominado para un premio, una Coca-Cola fresquita después de una semana dura de trabajo. No acabas de entender la costumbre esa de tu jefe de daros 50 latigazos antes de empezar la jornada, pero no te quejas, puedes pagar el alquiler y también, porqué no, esa Coca-Cola, símbolo de la recompensa capitalista que mereces de vez en cuando y que no está incluida en la nómina. Después de un congreso unga-unga donde no has podido hacer networking te oyes decir:
—Buenas tardes, una Coca-Cola Zero, por favor.
En un alarde de saber hacer, aparece un vaso de plástico Mahou, que poco después contiene un hielo esculpido con suma atención y una exquisita rodaja de limón que lo adorna como unas vacaciones el calendario laboral. El dependiente coloca con cuidado junto al vaso una lata de 33 centilitros de deliciosa Coca-Cola Zero con, todavía no probado científicamente en estudios poco concluyentes, aspartamo E-951 y ni rastro de azúcar.
—Aquí la tienes, ¿querías algo más?
Despliegas un ejército de amabilidad cercano a veinte millones de X en la renta anual a favor de la Iglesia Católica y dices:
—No, muchas gracias.
Te dice el precio que estás dispuesta a pagar con gusto, extendiendo tu tarjeta bancaria como buena madrileña asalariada en una empresa multinacional que ofrece beneficios como tarjeta de comidas, gimnasio y psicólogo para paliar la explotación sin sentido que sufrís tú y tus compañeros sistemáticamente pero en la que te descubres sin ningún trauma al que echarle la culpa. Se oye un pitido seguido de un:
—Ah, no aceptamos tarjetas de este tipo.
Levantas la mirada sin descubrir ningún cartel explicativo relacionado con las tarjetas bancarias. Se te engancha la falda y se rasga cuando vas a subir al escenario donde hay un volcán en erupción, te dan un golpe con un martillo en el dedo supurante que se curaba de un hongo mientras los dos gorilas te miran como si hubieses citado a Nietzsche vestida del pato Donald, no hay oxígeno. Fundido a negro antes de la explo