4 de noviembre de 2022

Yo no me las dejo encendidas

En la cola miré el reloj. Solo me quedaban veinte minutos para llegar al último autobús. Me había costado encontrar las pasas. Cuando cambian la distribución del supermercado me siento como un bote de alubias en la sección de congelados. Pero bueno eso no vienen al caso. El envoltorio de las pasas de marca blanca había virado a lo que podríamos llamar un fucsia cosmético spears. Yo estaba sudado, con ropa de sport y en la cola, tres posiciones por detrás de la caja. Y cuando me di cuenta vi el mismo paquete de pasas metiéndose en una bolsa. Qué coincidencia. El caso es que el tipo al que estaban atendiendo, el del paquete de pasas fucsia spears, iba vestido también de deporte. Pues bien, paga la cuenta y se va. El tipo echó a andar y cuando andaba sacaba hacia afuera la punta de sus zapatillas igual que yo.  Dato curioso también. Y cuando se adentró en las escaleras mecánicas se oyó: ‘¡Siguiente!’. En la cola de nuevo, a dos posiciones de la caja sentí un deseo irrefrenable de seguirlo. Era un impulso.

Dejé el carrito con las pasas dentro, pedí perdón y salí. En la calle habían encendido las farolas y ya apenas quedaba luz natural. Vi al tipo girar una calle a la izquierda y caminé despacio siguiéndolo y giré a la izquierda también, a unos veinte metros de distancia. Se detuvo en la parada del autobús y me acerqué y esperé. En el reflejo de la marquesina con publicidad Pepsi Max, máximo sabor, cero azúcar, fue cuando lo vi. Era similar a ese niño del campamento de Panticosa que se parecía a mí, pero ya adulto y crecido. No sé muy bien explicar por qué, pero casi como en la peli de ‘Tú a Londres y yo a California’, pero sin esa exactitud. El parecido era, ahora también amenazante: era como yo. Existía esa diferencia de cuando oyes tu propia voz en los audio-mensajes, una variación perceptiva. Era como enfrentarse a una realidad más real de lo que conocías hasta ahora. Cada segundo que pasaba, aquel tío, me parecía más clavadito a mí. 

Vino el autobús casi lleno de gente, los dos nos subimos. Él encontró sitio de espaldas a mí al final del autobús cerca de la apertura de puertas. El autobús traqueteaba y anunciaba las paradas, esas cosas que hacen los autobuses. Mi doble miraba hacia abajo, probablemente su móvil y yo debía parecer un ciervo muy erguido estirando mi cuello y mirándolo sin parpadear entre las cabezas de los pasajeros. Así continuamos unas cuantas paradas hasta que llegamos a Beata, mi parada, las puertas se abrieron. Él seguía mirando su móvil, y en un momento, levantó la cabeza, y corriendo se levantó y salió mientras las puertas se cerraban, no pude seguirlo. 

Me bajé en la siguiente parada y fui andando a casa, mirando atentamente a cada viandante. Ninguno se parecía a mí o a mi doble. Me costaba respirar y no sé si fruto de las agujetas del gimnasio me costaba moverme. Cuando llegué al portal me di cuenta de que me había dejado las llaves, pero las luces de mi casa estaban encendidas, y juro por lo más sagrado que, con la que está cayendo con las eléctricas, juro que yo no me las dejo encendidas.